Corazón del cielo
Me tomó días detectar desde dónde podía situarme para darle sentido a este y que ensayo. Ahora lo sé: desde el qué me hizo sentir leer Temporada de huracanes: dolor e incomodidad. De allí parto para asegurar que la lectura de esta obra es necesaria, aunque por momentos te llegue a abrumar. Creo que lo bien hecha y pensada que está esta novela viene de lo penetrantes que son los escenarios, eventos, personajes y narración que entretejen su universo.
Melchor construye un conjunto de escenarios con los que, aunque ficticios, no es difícil vincularse por muy lejos que estemos de México. Un conjunto que todo el tiempo nos incita a cuestionar y repensar nuestro entorno. Melchor crea espacios precarios y desiguales para justificar los eventos que ocurren en la obra y nunca desde un tono de lástima para revictimizar a sus personajes. De eso ya se encarga el abandono del Estado en La Matosa, el pueblo en el que los abortos clandestinos con brebajes son normales entre murmullos y, para variar, condenados en altavoz; los abusos en todas sus formas y dinámicas sociales (de abuela a nieta, de madre a hijo, de padrastro a hijastra, de médico a paciente) son el pan de cada día; el alcoholismo y el narcotráfico son tan naturales como el mal de amores; la moneda Normalmente se llama cuerpo y no peso; las instituciones educativas son una chaqueta mental, y el populismo está encarnado en la única aparición y continua ausencia del alcalde. El universo que Melchor construye torna borrosas las divisiones territoriales entre México y Colombia: La Matosa es todos los pueblos olvidados de nuestro caribe. La Matosa es Santa Bárbara de Pinto, y Henequén, y Tasajera, y San Pedro Magdalena y todos los municipios de Bolívar y Magdalena que no sabemos nombrar, aunque estén al lado. Los eventos de la obra develan la violencia como una cadena de no acabar a la que los personajes ya están acostumbrados. Todo un ciclo de desastre, igual que una temporada. Porque las temporadas llegan, pasan, arrasan y regresan; te vas haciendo cayo porque sabes que hacen parte de la normalidad; dejan de ser una sorpresa y se vuelven la expectativa. Los personajes del universo de La Matosa se habitúan a la temporada de huracanes, al desastre, a la desgracia, a las ruinas. La diferencia es que la temporada es eso, temporal; pero la violencia que atraviesa los cañaverales de Las Matosas no lo es.
Melchor, además, explota la escritura para crear personajes complejos y concebirlos en el imaginario del lector desde historias incompletas y sesgadas, aunque no menos reales. Es a través de la narración que, con un lenguaje preciso y sin tapujos, las palabras nos revelan imágenes muy fáciles de recrear en la mente, tanto que muchas veces me asqueé de lo gráficas que se veían. Dos de las cosas que más me fascinan de la narración de esta obra son lo dinámica que es y la experiencia inmersiva que te obliga a tener. La lluvia de comas y los puntos distantes provocan un ritmo precipitado que te sitúa en el epicentro de las tragedias de la obra. Al igual que en el ojo de un huracán, te encuentras en el lugar más estable y con mejor óptica sobre todo el movimiento, pero no por eso lo dejas de sentir. Esa posición céntrica me hace pensar en la traducción al español de "huracán" desde la mitología maya en el Popol Vuh: "corazón del cielo". El corazón como centro y a la vez como órgano que desata lo emotivo. Porque capítulo a capítulo sigues en la mitad de la espiral, pero cada vez sientes más y más y más. No te has recuperado de una desgracia o hecho mórbido cuando se te avecina uno peor. Como pellizcos progresivos que primero te pliegan y halan la piel, después te la estiran y al final la retuercen.
Eso hace esta novela, desacomodarte. Te quita
todo el confort que pudiste haber tenido, aunque estés como lo estuve yo:
sentada sobre mi cama junto a la ventana en una madrugada de insomnio con velas
aromáticas encendidas. No no no
no no no, este no es un libro para relajarte e irte
a dormir tranquila. Es para pincharte y forzarte a salir de tu
comodidad. Me recuerdo muy bien viéndome la piel erizada y sacudiendo los
hombros del escozor como si muchas hormigas me caminaran encima. Recuerdo haber
creído que la lectura solo podía ser un proceso mental, pero en mi caso se
tornó muy corporal; supongo que la incomodidad debía salir por algún lado.
Y qué es buena literatura sino la que te mueve, te empuja lágrimas, te
hace sentir, y vincular, y repensar y hablar. Hablar mucho sobre cómo te hizo sentir. Para eso fue
este texto, ¿no? Curiosamente, al igual que en la obra, aquí también hay
precariedad, aunque de palabras. Eso lo saben muy bien las otras 1945 palabras
que se quedaron en el ensayo de este ensayo.
Escrito por: Saymar Gamarra